Suenan risas corteses y comentarios sazonados de ingenio. Alguien introduce el nombre de Lavoisier, menciona el aire vital y el aire ázote, y la conversación sigue por ahí. Sentado en el corro de sillas y sillones puestos de cualquier manera sobre una magnífica alfombra turca, vestido de muy correcto oscuro, don Hermógenes Molina, cuyo francés no es lo bastante bueno, asiente con sonrisa bondadosa cada vez que no entiende algo. Junto al bibliotecario, don Pedro Zárate, frac azul con botones de acero y calzón blanco de nanquín, se mantiene un poco aparte en su silla, algo envarado, más observador del ambiente y personajes que atento a la charla.
No soy un juez objetivo; me gustan las novelas de Pérez-Reverte, sus personajes y los mundos en los que se mueven (algunos más que otros, y hay alguna novela que he dejado pasar). En esta parece ofrecer a sus lectores clásicos los elementos que han hecho la biblografía de Pérez-Reverte atractiva a tantos: aventura, libros y cultura, viajes, una mirada mordaz a los tipos hispanos y un estilo rápido, inteligente y divertido.
En esta ocasión, y como novedad, encontramos además un retrato-defensa-exposición de la Academia a la que pertenece, y un juego narrativo (distinto al de El club Dumas) que se parece mucho a una visita medio ficticia, rápida y guiada por la tramoya de una novela. Uno de los puntos fuertes de la novela es la pericia del autor para destilar su erudición y su amplio trabajo de documentación de modo que, no solo no abruma al lector, sino que aumenta su disfrute de la historia.
Como muchas de sus novelas (especialmente de las primeras) es difícil de dejar de leer.
No comparto con Pérez-Reverte su fatalismo en cuanto al progreso de los pueblos (y el español en concreto). Es por ello que, aunque el autor no se identifique con la visión de don Hermógenes Molina (me parece que el autor se viste más de Pedro Zárate que de su compañero), hubiera sido justo permitirle al primero hablar más y completar algunos de sus balbuceos. La pareja hubiera ganado en solidez.
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